Un día, caminando por nuestro sendero preferido, sinuoso
y rodeado de floresta, donde las cigarras cantaban y los pájaros piaban
alegremente, y donde el arroyo de aguas claras y cristalinas nos invitaba a
darnos un chapuzón, Cecilio y yo descubrimos un panal de ‘petos’ que colgaba de
una rama. Con una simple mirada, ya sabíamos lo que queríamos hacer: derribar
la colmena para succionar su dulce miel.
Pero no estábamos
muy seguros de cómo podíamos hacerlo, además, habían algunas avispas enormes
volando cerca de la colmena dejando ver sus enormes aguijones. Pero ese detalle
no nos amedrentó. Cogimos un palo cerca del arroyo y unas piedras, y las
lanzamos con todas nuestras fuerzas contra la colmena.
¡Santo cielo!
La colmena cayó desparramándose,
dejando ver unos hilillos de miel, pero también surgió un furibundo enjambre de
‘petos’ que empezaron a perseguirnos enloquecidos. No tuvimos otra escapatoria
que sumergirnos en el arroyo y, de vez en cuando, sacar la cabeza para poder
respirar.
Recuperados del
susto, tuvimos que despojarnos de la ropa y colgarla en la rama de un árbol para
conseguir que se secara ; no podíamos llegar a casa con la ropa empapada. Sinónimo
de castigo.
Transcurrió un
poco de tiempo y cuando quisimos vestirnos, resulta que nuestras camisas y pantalones
se habían llenado de ‘cepeculones’. Frenéticamente comenzamos a sacudir nuestras
ropas. Una vez desalojados los intrusos, comprobamos que habían cortado el hilo
que sujeta los botones. ¡Nos dejaron sin botones! Como pudimos, los cosimos con
finos bejucos. Teníamos que borrar cualquier prueba que nos delatara, y Cecilio
y yo, éramos unos artistas inspirados más por el miedo a ser castigados que por
el propio arte.
Recobrados del
contratiempo, volvimos al panal; había que terminar el trabajo empezado. No llevábamos
más de cinco minutos intentando libar la apetitosa miel, cuando apareció un mozalbete mayor
que nosotros. Era otro alumno externo.
-¡Elay puej…! ¡Qué
están haciendo…! –nos preguntó amenazadoramente.
Cecilio y yo nos
miramos. Nuestros mayores siempre tenían nuestro respeto, aunque solo tuviesen
dos o tres años más que nosotros.
-Queremos comer
miel del panal –dije con timidez.
El mozalbete miró
hacia el panal, luego nos miró:
-¡Eso es pecado…han
matado a criaturas del Señor! –nos acusó el grandullón.
Cecilio y yo estábamos
al borde del llanto. No sabíamos qué hacer. Sin embargo, el externo grandullón
al ver nuestro desasosiego, se envalentonó y empezó a darnos órdenes.
-¡Traigan pa’ca
esa miel!
Cecilio y yo se
la acercamos hasta sus mismísimos pies, y esperamos en silencio y con temor cuál
sería su siguiente orden:
-¡Dense la vuelta
y pónganse a orar tres padrenuestros! –dijo, y añadió: -¿Quieren que el Señor
les castigue?
Cecilio y yo nos
pusimos a rezar, los ojos llenos de lágrimas; no queríamos que el Señor nos
castigase por haber tirado al suelo una colmena de indefensos ‘petitos’. “Pobrecitos,
incluso hasta nos dejaríamos que nos piquen, pero ¡por favor!... que no nos castigue
el Señor”, pensábamos.
Había transcurrido
un buen rato, perdimos la cuenta de los padrenuestros recitados, y con sigilo y
disimulo, giramos la cabeza para averiguar qué estaba pasando detrás de
nosotros.
¡El bellaco se
había comido toda la miel! ¡No nos dejó ni una pizca para relamernos! Se había
largado sin dejar rastro.
Indignados y
avergonzados nos fuimos a nuestras casas. Pero ahí no termina la historia. A media
noche se oyeron gritos en todo el pueblo debido al cólico que le había dado al
truhan por el atracón de nuestro panal.
Era un misterio,
nadie sabía qué tenía. Algunos decían que era por beber agua sudando, otros,
que se indigestó con paltas…en fin, cada uno decía lo que se le ocurría. Los únicos
que lo sabíamos eran Cecilio y yo. Pero, ¿quién de nosotros se atrevía a decir
cómo sucedió sin recibir huasca?
Cecilio y yo dedujimos
que el Señor lo había castigado.