-La montaña se asemeja a un cono perfecto -dijo el capitán Diego de
Centeno, ajustándose la vieja armadura-. Pero existe un problema.
-¿Cuál? -preguntó con ambición el también capitán Juan de Villarroel,
mirando al cerro.
-Está a más de 4.000 metros de altura en una zona desolada y fría, y no
vive nadie -dramatizó Diego de Centeno.
-Pero en cuanto se enteren de que hay plata en abundancia, se convertirá
en un hervidero –alegó el capitán Villarroel.
Y no se equivocó.
En menos de dos años, la colonia de 170 españoles llegó a albergar a más
de 14.000 personas, y en pocos años el censo alcanzó los 160.000 habitantes. Se
produjo una intensa vida social y económica. Florecieron los negocios,
construyeron casas lujosas que lucían riquísimos tapices, cortinajes y escudos
heráldicos, y de los balcones colgaban alfombras coloridas y lamas de oro y
plata, fiestas esplendorosas, ...
Potosí se convirtió en un enjambre humano. Una Babilonia. Llegó a tener más opulencia y plétora que ciudades como París, Londres o Madrid…
Potosí se convirtió en un enjambre humano. Una Babilonia. Llegó a tener más opulencia y plétora que ciudades como París, Londres o Madrid…
En las casas de los mineros más potentados circulaban todo tipo de
perfumes, joyas, porcelanas y objetos suntuosos, y se dice que hasta las
herraduras de los caballos eran de plata.
Pero la riqueza y el esplendor también atrajeron la miseria y la
violencia. Las mujeres de los conquistadores vestían sedas chinas rematadas con
encajes de oro y plata. Las casas se adornaban con alfombras persas, mobiliario
flamenco, pinturas de maestros andaluces y cristal veneciano.
El vino corría en abundancia en las pantagruélicas fiestas que
organizaban los españoles. Y también la sangre, como resultado de infidelidades
y a la mala bebida.
El mismo capitán Centeno atravesó su espada a un joven oficial en la
creencia que estaba intentando enredarse con una de sus conquistas. Era un
mujeriego y pendenciero. Poder que le daba ser rico. A diario ocurrían disputas
sangrientas en las plazas de Potosí. Los treinta y dos templos a veces no daban
abasto en celebrar toques de difuntos.
Tuvo que intervenir el Virrey Toledo. Ordenó un bando advirtiendo que
sería pasado a cuchillo quien desobedeciese sus órdenes. También se encargó de
organizar la mita, verdadera explotación humana, obligando a los pueblos
indígenas a suministrar mano de obra. Llegó a reclutar más de 20.000 nativos.
Una noche fría de invierno, en la fastuosa casona del Capitán Centeno,
sentados enfrente de una gran chimenea, se encontraban varios amigos, entre
ellos el Virrey Toledo. Bebían vino de
La Rioja y comían carne a la brasa. Al Virrey le encantaba oír las historias de
los conquistadores, aparte de degustar las opíparas comidas preparadas por la
indiecita Canducha. Dicen las malas lenguas que, cuando se marchaban los
comensales, el capitán, harto de vino, se llevaba a Canducha a que le quitara
las botas...y más cosas.
-Decidme Capitán Centeno, -¿cómo fue el descubrimiento del Cerro de La
Plata? -se interesó el Virrey, a pesar de que ya había oído la historia mil
veces.
Al capitán le agradaba que el Virrey le preguntase. Eso le hacía más
importante como descubridor del Cerro Rico. Aunque él sabía que no lo era, pero
al repetir la historia innumerables veces, podría ser que la autoría únicamente
fuera para él.
-Le dije al indio que atara la mula en un arbusto -explicó con voz
gangosa por la gran ingesta de vino-. Y también que encienda una fogata, porque
tenía las manos congeladas.
El Virrey oía con atención, aunque los parpados se le cerraban de vez en
cuando.
-Al poco, con la luz de la luna, vi resplandecer una serpiente plateada-
exageró con aspavientos-. Me dirigí con mi espada en mano para decapitarla.
El Virrey alucinaba con la historieta.
-¿De verdad parecía una serpiente? –preguntó el Virrey con los ojos
vidriosos.
-Sí, vuestra merced -respondió con aires de importancia el capitán-.
-¡Varias serpientes aparecieron repentinamente!
-Y era la plata fundida por el fuego -dijo el Virrey Toledo, que se sabía
la historia de memoria.
-Así es, vuestra merced -dijo con mucha dificultad el capitán. El vino ya
no le permitía pronunciar palabra alguna.
Al capitán le costaba hablar, pero no pensar. Inclinaba la cabeza sobre
su pecho mientras recordaba la auténtica historia del descubrimiento del Cerro
Rico de Potosí. La historia no era como él la propagaba a los cuatro costados,
pero algo había de cierto.
Resulta que una noche fría, el indígena que trabajaba para el capitán
Centeno, tuvo que refugiarse con el rebaño de llamas, buscando ampararse del
viento frío y de la escarcha; encendió una fogata y aparecieron los hilillos de
plata fundida. El Capitán, montó en cólera por su ausencia. Cuando regresó le
dio una soberana paliza, pensando que había querido fugarse con el rebaño. Y
cuando ya había sacado su espada para cortarle una oreja, el indígena, al cual
le había puesto el nombre de Diego, como él, suplicó diciéndole que lo podía conducir
al lugar de los hechos.
El Capitán envainó la espada y se encaminaron al desolado cerro de forma
cónica. Tras subir un camino serpenteante, llegaron al lugar donde la noche
anterior había acampado el indio Diego Huallpa. Durante el trayecto, el Capitán
no hacia más que amenazarle, creía que era toda una patraña para salvarse del
castigo. Sin embargo, a medida que ascendían hacia la montaña, el Capitán empezó
a creer en él. Iba con paso decidido, sin subterfugios. El español ya conocía
las triquiñuelas de los indios cuando mentían, ponían cara de estúpidos y de
confundidos. -No se les mueve ni un músculo del rostro cuando mienten -decía el
Capitán. Pero éste no era el caso; Diego Huallpa sabía adónde se dirigía.
-¡Vive Dios! -exclamó al ver los hilillos de plata, algunos gruesos como
un dedo.
Corrió a abrazar al indio lleno de júbilo incontenible; éste, asustado
empezó a huir pensando que quería darle una tunda. Lo alcanzó porque Diego
Huallpa tropezó y cayó de bruces cortándose un labio. El pobre indio sangraba a
borbotones, y arrodillado suplicaba piedad.
-No, Dieguito, no - le dijo Centeno en tono paternal-. Ven, voy a curarte
esa herida.
El capitán sacó su pañuelo, limpió su herida, y durante casi todo el
trayecto le puso la mano en el hombro. Parecían amigos de toda la vida. El
pobre indio lo miraba de reojo, desconfiado, sin poder contener algún espasmo
involuntario de miedo. No podía creer que su patrón le estaba abrazando, y
además, preocupado por su herida.
Se cruzaron con algunos transeúntes, quienes no salían de su asombro. ¡El
mismísimo e iracundo Capitán Diego de Centeno se estaba preocupando por la
integridad de un indio!
Así fue como el Capitán Diego de Centeno descubrió el Cerro Rico de
Potosí, haciéndose uno de los hombres más acaudalados de aquel siglo.
La vida del indio Diego Huallpa también cambió. Dicen que empezó a vestir
chaqué y a frecuentar fiestas de alto copete. Era la mano derecha del Capitán
Centeno. Nadie se atrevía a sacarle burla cuando aparecía grotescamente con una
levita y un sombrero de bombín. Visitaba las casas de juego, los salones más
celebres de prostitutas y organizaba suntuosas fiestas. Había aprendido a
bailar en una de las catorce Escuelas de Baile que entonces existían en la
glamurosa ciudad imperial. Acudía a los Salones de baile, Teatros y Tablados de
flamenco.
Pero quienes más temían al indio Diego Huallpa, eran los propios
indígenas. Era el responsable de las mitas. ¡Se había convertido en el propio
azote de sus hermanos de sangre!
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